Esta es una recopilación de algunas "malacrianzas" que he escrito y de algunas que escribiré durante los días y las noches que siguen. Perdonen las faltas de gramática, pero a los publicistas no nos enseñan esas cosas en la universidad. Ya me ocuparé yo de tomar los cursos respectivos. Espero que disfruten estas ocurrencias tanto como yo.

foto por James Christopher

martes, 16 de marzo de 2010

La poca maña de Juanito Alimaña.


"La calle es una selva de cemento y de fieras salvajes como no, ya no hay quien salga loco de contento, donde quiera te espera lo peor" Juanito Alimaña, por Hector Lavoe.

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En estos días de encaminada decadencia, hasta los ladrones se están perrateando.
(Para mis "foreign readers", perratear significa en jerga colombiana, restar valor a una cosa y abaratarla volviéndola objeto popular.
Por ejemplo, Mrs. Britney Spears perrateaba canciones cuando las sacaba de su contexto y las volvía material para sus fans, como cuando se atrevió a interpretar esa gatuna y relamida versión de "Satisfaction" de los Rolling Stones).


Pero para no ahondar mucho más en cuestiones de jerga, sigamos con lo nuestro: El trabajo del ladrón se está perrateando.
¿A dónde se han ido esos ladrones ambiciosos, capaces de cavar kilométricos túneles como topos, buscando botines de millones de dólares?, caramba esque la mediocridad en este pueblo ha llegado a impregnar con sus perezosas manazas hasta los oficios más exigentes...

Ahora, la mayoría de ladrones se conforman con muy poco.

En un país donde todo el que no es rico, es pobre (porque la clase media es sólo una alucinación producida por sobredosis de horas laborales), son millones los que se enrolan en las atestadas filas de la vagabundería y el hurto calificado. Así, con las plazas agotadas, el negocio de los ladrones es cada día más particular.
Ya que los cupos en las organizaciones de ladrones serios están agotados, y ya que en el congreso y en la cámara no quedan más puestos para ladrones encorbatados; el resto de afanadores tiene que conformarse con lo que obtienen de las carteras, los morrales y los bolsillos de los desprevenidos transeúntes. Qué vida triste.

Aunque aquí le enseñen a uno a ser prevenido desde los 5 años (no le quites los ojos de encima a la lonchera en el recreo), la sobre-oferta de ladrones ha llevado a que ellos mismos se las ingenien de cualquier manera para poder robar. Lo que da risa, es que a la mayoría les sale el tiro por la culata, y para la muestra unos cuantos botones:

Una vez, cuando tenía como 19 añitos me fui a escuchar reggae a un antro subterráneo y sudoroso de Chapinero y claro, unos tipos me enmelocotaron invitándome a bailar para robarme la cartera, que estaba encima de una mesa. Lo que estos amigos de lo ajeno no sabían, esque ese día una amiga me había prestado plata para salir, porque en mi billetera sólo había una oxidada moneda de 100 pesos, es decir, yo estaba más pobre que los ladrones, a quienes recuerdo haber visto comprando cerveza (a mi ni siquiera me alcanzaba esa noche para una coca - cola).
Una vez se me pasó el mal genio, duré horas riéndome y pensando qué harían esos pobres ladrones con el contenido de mi cartera: un paquete de tampones, una billetera repleta de souvenirs de los metros europeos, fotos tipo pasaporte de mis amigos en sus mejores años de pubertad y un libro de Baudrillard que no entendía ni yo.
Espero que después de robarme la hayan pasado bien tratando de leer "el génesis en trampantojo" y que se hayan comprado al menos una menta con la monedita de cien pesos.

...

Hace unas noches subimos al carro de mi novio luego de estar en el gimnasio y pronto notamos que su maleta había desaparecido. Sí, adentro de un parqueadero privado, alguien había violentado la chapita del carro y había sacado la maleta. Vaya artimaña.
Lo que aquel ladrón no sabía, era que mi novio había sacado el celular, el Ipod y la billetera para llevarlos al gimnasio; lo que reducía el contenido de la maleta a una carpeta llena de partituras de música en portugués, un no tan buen libro de Edgar Allan Poe, un kit de marcadores para tablero blanco y un cuaderno con apuntes sobre armonía, gramática y teoría musical.
Despúes de consolar el disgusto, pasamos un buen rato imaginando qué carajos haría el ladrón con todo eso. Ojalá haya aprendido, por lo menos, a cantar la Garota de Ipanema.

...

Hace más de un año, en una congestionada tarde de enero, me encontraba yo andando por la calle como cucaracha en plaza de mercado, feliz, desempleada, masticando mamoncillo y escuchando al buen Rubén Blades en mis audífonos. Depronto frené el paso en una esquina para esperar a que cambiara el semáforo y en cuestión de segundos sentí que algo me salpicaba por detrás. Miré al cielo esperando que fueran gotas de lluvia, pero antes de bajar la cabeza una señora a mi lado ya estaba diciendo " ay mamita la vomitaron"...
...maldita sea...
...díganme que no es cierto...

Pero lo era, alguien me había vomitado y yo estaba parada en medio de la calle, con mi ultrajada humanidad llena de un menjurje ajeno, que olía y se veía como el vomito de alguien que había almorzado arroz con pollo, siendo el lugar común del asco y el motivo de repugnancia universal. En medio de mi confusión dos señoras muy "amables" me ayudaron a quitarme el abrigo y a limpiar la cartera, pero lo que yo no sabía es que mientras me atendían, ese par de bandidas me estaban sacando el Ipod del bolsillo.
Despúes de bañarme 3 veces seguidas, y de llorar hasta secar la última gota de humillación pensé: qué medicridad, si se tomaron el trabajo de vomitarme (por lo que supe después, es un vómito sintético, cuidadosamente fabricado con restos de comida y pegante) y si le metieron platica a la mezcla, por lo menos hubieran hecho el esfuerzo de sacarme más cosas de la cartera. Vamos, vomitar a la gente para sobrevivir merece un mejor resultado.
Ojalá las toneladas de jazz que tenía en el Ipod les hayan servido para aburrirse MUCHO. Desgraciados.
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Tengo muchos otros botones que pegar a este retazo de hurtos, pero no quiero alargarme más. Sólo me queda pedir al gobierno que, ya que la delincuencia se está convirtiendo en un oficio más, se haga algo para mantener los estándares de calidad en el trabajo de los ladrones. Así las cárceles se llenarían sólo con delicuentes de verdad, de esos que hacen robos de película y no se sobre- poblarían con esa manada de mediocres que encarcelan por robarse un pinche celular. Si vamos a aguantar puñaladas, dosis de burundanga y cuchillazos, que no sea por unas pobres monedas que llevamos en el bolsillo. Si nos van a matar que no sea por mil pesos, no señor, nuestra vida vale mucho, pero mucho más.

Si estamos condenados a vivir entre delincuentes, ¡Porfavor, que alguien le enseñe a los ladrones a robar!

miércoles, 3 de marzo de 2010

Romance para el transporte público.

Hace rato quería dedicarle unos versos románticos al transporte público de Bogotá, pero no había encontrado el momento perfecto para sacar de mi todos esos sentimientos que afloraron (y terminaron cavando úlceras) en mi existencia, desde que la vida y la ubicación geográfica de mi casa me obligaron a viajar diariamente en buses ejecutivos, busetas y colectivos.

Pero ya que el paro de transportadores nos tiene hace tres días regresando a pie a casa y pensando más de lo necesario en los buses, aprovecho para tirar mi propia piedra en esta manifestación (si en vez de una piedra, pudiera lanzar una Molotov, estaría muy, pero muy satisfecha).

Cuando apenas era una universitaria no tenía mayor problema con los buses. De hecho mi prematuro, e iluso intento por encontrar belleza en la horripilancia me hacía pensar que esas mulas oxidadas tenían un pequeño encanto. Creo que intentaba pensar como esa manada de artistas idiotas que de un tiempo para acá decidieron que las busetas, las estampitas del divino niño y la virgen del carmen tenían que pasar de las calientes esquinas de la ciudad a las heladas paredes de los museos...claro la pobre cultura popular obligada a vestirse de gala. Cosa más horrible.
En fin, en mis primeros semestres, mi adolescente tendencia a lo "hippie" me llevó durante mucho tiempo a aceptar con un dejo de entusiasmo esos viajes en bus que duraban una hora de ida y otra de vuelta hasta mi casa. Claro, si en esa época llevaba mochila indígena y usaba esos pantalones que se ponen los cuenteros (que el infierno haga de las suyas con ellos); lo más acorde con mi woodstockiana vida era tolerar el viaje en bus como mi momento más pueblerino del día, como mi roce con la mugrienta realidad y con el infortunio de quienes no tienen para comprarse ni un Renault 4.
A los 18 años era muy fácil pensar que viajar en bus redimiría todos los pecados elitistas que cometí durante 13 años metida en un elegante colegio para niñas. Claro, si eres una hija de papi, requete - consentida y malcriada, pero montas en bus ejecutivo todos los días, estás perdonada. Como dicen los fieles, "El que peca y reza empata"... por todos los cielos, qué sandeces andaba pensando.

Pobre de mi. Y es que después de haber pasado toda mi infancia respirando agua de rosas en la burbuja de la alta sociedad, fue algo fuerte lo que sentí el primer día que me monté a un bus y una lata oxidada y fuera de su lugar me rasgó medio brazo en el primer frenón (afortunadamente me había vacunado contra el tétano). Bajo mi -todavía positivo- pensamiento, esto era mucho más emocionante que ver a las culicagadas de pre - escolar pegando los mocos debajo de la silla en la ruta del colegio.
Así pasé toda mi vida universitaria, viajando en destartalados buses en los que el exosto exhalaba hacia adentro. Hipnotizada (y muy mareada) por el perfume de mis vecinas de asiento, iba y venía sumida en cualquiera que fuese el cd en mi Discman®, tarareando eternamente con mis dedos a Mongo Santamaría, a Ray Barreto y al necio del Willie Colón.

Sin embargo, con los años mis maneras hippies se fueron extinguiendo casi hasta desaparecer, y ahora que no voy a la universidad sino a la oficina, me he dado cuenta de cuán martirizantes eran en realidad (y siguen siendo) mis travesías en bus por las caudalosas (sobretodo cuando llueve) avenidas bogotanas.
A mis 25 años la vida se ha encargado de darme las puñeteras necesarias como para disminuir significativamente mi grado de tolerancia hacia esas cosas que atentan contra mi tranquilidad (carajo, a esta edad ya uno no se preocupa por encontrar la felicidad, sino por conservar la pocos milímetros que quedan de tranquilidad, qué chochera).
El caso es que el transporte urbano no sólo atenta contra mi paz interior, sino que atenta contra mi vida entera y ahora no puedo hacer más que odiarlo, no un poquito, sino con todas mis fuerzas.

Para empezar está la cuestión del clima. Así llueva, truene, relampaguee o haga un solazo de pacotilla, el clima adentro de una buseta siempre está más caliente que afuera... bueno, en verdad es una temperatura tibia, lo que significa: fría pero recalentada a la fuerza por el aliento de tantos cuerpos juntos. Cuando esta tibieza se riega por entre las bancas y empaña los vidrios, lo apenas lógico es que se abrieran las ventanas para renovar el aire, pero NO, parece que los bogotanos disfrutaran como zarigueyas recién nacidas, de ese aire de mamífero reposado. Nadie abre las ventanas y el bus siempre huele a gente recién salida de la cama. (cuando hay bebés a bordo huele a sábana con vomitico).

Por otro lado están los conductores, si es que se les puede llamar así.
Siendo todos pilotos de Ralley en potencia, han desarrollado una habilidad especial con el timón y es, girarlo como si fuera timón de velero. Es como ir esquivando un maremoto, lo cual hace que mantenerse en pie (porque la mayoría de las veces se viaja de pie) sea una difícil tarea, algo así como tratar de surfear en inmensas olas. Lo malo es que en el bus no hay olas sino mucha gente, lo que significa que los brazos, piernas y cabelleras se conviertan en tentativos sitios de agarre para evitar una posible caída (me he ganado varios insultos por usar a otros pasajeros como agarradera).
Los conductores de bus en bogotá deberían juntarse para audicionar al Cirque Du Soleil, al fin y al cabo la maroma de manejar un colectivo, recibir el dinero de los pasajeros y sintonizar la emisora de vallenatos al tiempo es, además de una riesgosa payasada, un acto digno de ser presentado en cualquier circo. Si esto falla podrían aprovechar su gran talento en la riña callejera (del cual les gusta alardear en frente de sus pasajeros), y audicionar en la modalidad "libre" de la World Wrestling Federation, esa en la que se permite integrar a la lucha libre elementos como crucetas, gatos o el kit de carreteras entero.

De los vendedores ambulantes que trabajan en los buses no diré mucho por respeto a la humanidad. Ya que todos cuentan la misma historia: la de la esposa enferma, la de la familia desplazada, la de la madre adolescente; y como cada cuento me parece más bullshit que el otro, he optado por darle monedas sólo a aquellos que logren cambiarme la expresión a "sad mode" con un despliegue actoral de padre y señor nuestro.

No soy una persona justa, lo sé.

Pero es que simplemente detesto andar en bus, porque los ayudantes de los conductores me morbosean a diario, porque en cada tubo del que me agarro pueden estar sembradas todas las cepas del virus porcino, del herpes y quien sabe qué otras cosas, porque los niños siempre babean las sillas, porque los choferes me llevan como quien arrea vacas al establo, porque me toca rozar mis tiernitas carnes contra los opulentos miembros de otros hombres y mujeres, porque me han visto la cara de idiota robándome ipods y celulares en mis narices, porque una vez me encontré olvidado debajo de mi asiento, un frasco de vidrio donde yacía enrollada una culebra en formol.

Por mi que se acabe el paro, porque esta ciudad está a punto de servir de escenario para cualquier película apocalíptica, pero en lo que respecta a los buses, que no vuelvan a salir nunca más, que los chatarrizen a todos, que hagan un nuevo centro comcercial en el sur con todas esas latas oxidadas y que pongan a los conductores en el valet parking.

(repito, no soy una persona justa...lo sé).