Hace unos días hice, por fin, el check- out en el "Hotel Mamá".
Después de 26 años de hospedaje 5 estrellas, decidí dar por terminado el servicio gratuito de limpieza de habitación, de lavado y planchado de ropa, el servicio de cable con canales Doble Premium, el desayuno sin límite de horario y con servicio directo a la cama, el almuerzo trifásico y la cena monárquica. Además del acuerdo de apapachamiento eterno firmado por mis padres, en el que me he visto sumergida desde mis días en el líquido amniótico.
También cancelé las cláusulas de convivencia instauradas bajo los nombres de "Si no vienes a cenar ¡avisa!" y de "levanta esa toalla mojada del suelo ¡ahora! ".
Pensé que me obligarían a pagar un excedente por las botellas de vino y whisky que por años hurté del bar, por la alfombra que manché con vinilo negro, por las paredes que rayé con las uñas rojas y por todas las veces que malgasté el papel higiénico; pero al final todo me fue perdonado. Como a un toro indultado, me dijeron: Podéis ir en paz.
Así, dejando el olor de mis pataletas, mis depresiones y mis amoríos, impregnado en los tapetes y cortinas, recogí mis corotos y con no pocas lágrimas y mocos, agradecí a esa habitación que por años soportó todo tipo de juergas ilegales, calzones sucios en el suelo, sobredosis de esmalte para uñas y resacas de ultratumba.
Entonces cambié de barrio y ahora no vivo en hotel, sino que vivo en mi casa. Pasé de huesped a propietaria con el patrocinio de un crédito bancario que se encargará de asfixiarme los próximos 15 años, de perseguirme por oscuras calles en mis pesadillas y de recordarme, día a día, de aquella vez en la que vendí mi alma al diablo a cambio de 45 mts. de área y 20 mts. de terraza.
Digamos que este nuevo contrato de convivencia conmigo misma tiene sus ventajas y sus desventajas, sus delicias y sus asquerosidades:
Dentro de la lista de cosas buenas está, sobretodo, la oportunidad de convertirme en alguien útil, en lo que refiere a "útil" según el evangelio de las abuelas, es decir, poseer la gracia, delicadeza y pericia suficientes para llevar a buen término una torta de chocolate, un mameluco de lana, un caldo de pollo o la limpieza de un sanitario.
Para alguien como yo, que nunca ha leído alguno de esos Best Seller sobre"cómo ser buena ama de casa", el proceso de iniciación a la carne cruda, a las fechas de caducidad del queso y al uso adecuado de un trapero, ha arrojado, hasta ahora, sólo resultados nefastos para mi propia salud: El trapero huele a perro y si supiera explicar por qué, seguramente no olería más a perro. Las papas sabaneras no traen fecha de caducidad, así que caducaron, adornándose con una especie de hongo blanco y cremoso, dejando una estela de rancios perfumes en mi cocina por un tiempo récord de 6 días.
Sin embargo, y a pesar de que soy potente candidata a "Miss Calamidad Doméstica" puedo decir que mis atropelladas experiencias caseras también me han habilitado para dar consejos a futuras practicantes:
Encender la licuadora sin tapa no es una buena opción.
Tampoco lo es limpiar las hornillas cuando están al rojo vivo.
No es buena idea caminar en calcetines sobre el piso recién trapeado.
Si no tienes un saca-corchos, no invites amigos a tomar vino.
Las botellas de vino no se abren con cuchillo.
Algunos ruidos en la noche son normales.
Algunos ruidos en la noche no son normales, son producto de la imaginación.
Si el celador del edificio se llama Jhon Kennedy, es mejor desconfiar de él.
Si la casa del vecino huele a Pop Corn, la tuya probablemente también.
Si te cortan la luz y los mariscos se descongelan, manda a incinerar la casa.
Podría seguir por horas, pero debo decir que "ser útil" es la peor cosa buena que tiene vivir sola (si no es la peor, por lo menos es la más aburrida). En la lista hay cosas más placenteras como el Abandono Programado, traducido en la imposibilidad de los padres de volver a preguntar cosas como la hora de llegada y la frecuencia de las salidas. Y por supuesto, está el Auto-Abandono en primer grado, reflejado en un plato lleno de comida que logra quedarse por horas sobre la cama, y en la sudadera consentida, llevada sin miedos, sin reproches, rota y descolorida.
Ahora que vivo sola he desarrollado un nuevo instinto, que si bien, aún no es de madre (ni nada que se le parezca) sí encierra comportamientos propios de alguien con un poco más de conciencia sobre su propia existencia: no en vano tengo ya mi tarjeta Súper Cliente del supermercado de la esquina y recolecto con una cautela nunca antes vista en mi vida, los stickers que traen premios para el hogar. Eso sí es saber encargarse de uno mismo.
Si me vieran regando las petunias, hablándole a mis matas y raspando el arroz del caldero a las 11 de la noche... A mi me cuesta creerlo todavía.